No se puede jugar con la ley de la conservación de la
violencia: toda la violencia se paga y, por ejemplo la violencia estructural
ejercida por los mercados financieros, en la forma de despidos, pérdida de
seguridad, etc., se ve equiparada, más tarde o más temprano, en forma de
suicidios, crimen y delincuencia, adicción a las drogas, alcoholismo, un
sinnúmero de pequeños y grandes actos de violencia cotidiana. (PIERRE BOURDEU)
Durante las dos últimas décadas del pasado milenio, Buenos
Aires, - de manera análoga a ciudades del norte avanzado- ha sido testigo del
simultáneo florecimiento de la opulencia y la indigencia, la abundancia y la
miseria. […] a estos crecimientos extremos de pobreza y riqueza se suman la multiplicación de las
desigualdades entre las cada vez más extensas metrópolis, las pequeñas ciudades
y los pueblos rurales.
Dos tendencias interconectadas han reconfigurado el rostro de
las ciudades de Europa Occidental en la década pasada. La primera es el
pronunciado ascenso de variadas desigualdades urbanas y la cristalización de
nuevas formas de marginalidad socioeconómica, algunas de las cuales parecen
tener un componente “étnico” distintivo y alimentar (y alimentarse) de procesos
de segregación espacial y agitación pública. La segunda es la irrupción y
diseminación de ideologías y tensiones etnorraciales o xenófobas como
consecuencia del aumento simultaneo de la desocupación persistente y el
asentamiento de poblaciones inmigrantes antes consideradas como trabajadores de
residencia temporaria.
Las estructuras de esta “nueva pobreza”(Marklud, 1990) distan
de estar plenamente dilucidadas, pero sus manifestaciones empíricas exhiben una
serie de notorios factores comunes que superan las fronteras nacionales. El
desempleo de larga data o la actividad ocupacional precaria, la acumulación de
múltiples privaciones en los mismos hogares y barrios, el achicamiento de las
redes sociales y el aflojamiento de los lazos sociales, y la dificultad de las
formas tradicionales de seguro social y asistencia pública para remediar o
poner un freno a las penurias y el asilamiento: todas estas situaciones pueden
observarse, en grados diversos, en todas las sociedades avanzadas. De manera
similar, a lo ancho y lo largo del continente existe hoy una preocupación
creciente por el desarrollo del “racismo europeo” y se renuevan las teorías
sobre sus vinculaciones históricas o funcionales con la inmigración, la crisis
del orden nacional y diversas facetas de la actual transición económica
posfordista.
La coincidencia de nuevas formas de exclusión urbana con la
rivalidad y la segregación etnorraciales dio credibilidad prima facie, a la
idea de que la pobreza europea se está “norteamericanizando”. […]. Esto es
visible en la preocupada y confusa discusión pública en Francia –y en otros
países, como Bélgica, Alemania e Italia- sobre la presunta formación de
“ghetos” de inmigrantes en barriadas obreras deterioradas que albergan grandes
zonas de viviendas para personas de bajos ingresos, conocidas como “cités.
Cualquier sociología de la “nueva pobreza urbana” en las
sociedades de avanzada debe comenzar con la mención del poderoso estigma
asociado a la residencia en los espacios restringidos y segregados, los
“barrios del exilio”.
“El mundo de las cités está dominado por un sentimiento de exclusión
que se manifiesta ante todo, en los temas de la reputación y el desprecio. […]
Existe un verdadero estigma de las cités”(François Duhet y Didier Lapeynomnie).
Los “barrios del exilio” en que quedan cada vez más relegadas
las poblaciones marginadas o condenadas a la superfluidad por la reorganización
posfordista de la economía y del Estado. No solo porque es posiblemente la
característica más saliente de la experiencia de la vida de quienes son
instalados o quedan atrapados en esas áreas, sino también porque este estigma
contribuye a explicar ciertas similitudes en sus estrategias de enfrentamiento
o escape y, con ello, muchos de los factores comunes transnacionales de
superficie que dieron una validez aparente a la idea de una convergencia
transatlántica entre los “regímenes de
pobreza” de Europa y Estados Unidos.
[…] Las cités de la periferia urbana francesa padecen una
imagen pública negativa que las asocia instantáneamente con la delincuencia, la
inmigración y la inseguridad sin freno, tanto es así que sus residentes, así
como quienes no viven en ellas, las llaman casi universalmente…”pequeñas
Chicagos”. Vivir en una urbanización del cinturón rojo para personas de bajos
ingresos significa estar confinado en un espacio marcado a fuego, un ámbito mancillado
que se experimenta como una trampa. Así los medios y los propios residentes se
refieren a los “vaciaderos”, “basureros de París” o “reservación’, muy lejos de
la designación burocrática oficial de “barrio sensible” usada por los
funcionarios públicos a cargo del programa estatal del renovación urbana. En
años recientes, la mala prensa de la estigmatización aumento de manera
pronunciada con la irrupción de discursos sobre la presunta formación de las llamadas
cités guetos, ampliamente (mal) representadas como bolsones crecientes de
pobreza y desorden árabes”, sintomáticos de la incipiente etnicización del
espacio urbano de Francia.
[…] Lo cierto es que los moradores de las cités tienen una
vívida conciencia de estar “exiliados” en un espacio degradado que los
descalifica colectivamente. El complejo de las Quatre Mille, es un “monstruoso
universo” que sus habitantes ven como un instrumento de confinamiento social:
“Es una cárcel. Ellos (los residentes de segunda generación) están en la
cárcel, los engañaron realmente bien”.
La violencia verbal y los hechos de vandalismo de los
residentes en las cités o barrios del exilio, deben entenderse como una
respuesta a la violencia socioeconómica y simbólica a la que se sienten
sometidos por estar relegados de ese modo en un lugar denigrado. Para los
residentes de la cité resulta muy poco probable pasar por alto el desprecio de
que son objeto, dado que la mancha social de vivir en un complejo habitacional
para personas de bajos ingresos, que ha llegado a asociarse estrechamente con
la pobreza, el delito y la degradación moral, afecta todos los ámbitos de la
existencia, ya se trate de la búsqueda de trabajo o de aventuras románticas, el
trato con organismos de control social como la policía o los servicios de
bienestar social, o simplemente la charla con conocidos.
Por la cité, uno se siente inferior a los demás, no es como
los otros: ellos tienen amigos en la ciudad, fiestas, una casa limpia en la que
si hacen algo el agua no entra, las paredes no se vienen abajo. Cuando uno
viene de la cité, enseguida tiene una reputación.
La discriminación residencial obstaculiza la búsqueda de
trabajo y contribuye a afianzar la desocupación local, dado que los habitantes
de las cité se topan con mayor desconfianza y reticencia entre los empleadores
tan pronto como mencionan su domicilio. La estigmatización territorial afecta
las interacciones no solo con los empleadores sino también con la policía, los
tribunales y las burocracias de bienestar social de contacto más cercano, todos
los cuales son especialmente susceptibles de modificar su conducta y sus
procedimientos cuando están ante un residente de una cité degradada.
En Estados Unidos, el gueto negro tiene una posición similar
como símbolo nacional de la “patología” urbana, y su deterioro acelerado desde el
levantamiento raciales de mediados de las década de 1960, se considera en
vastos círculos como la prueba incontrovertible de la disolución moral, la depravación
cultural y las deficiencias de conducta de sus habitantes. Las personas ajenas
al gueto lo ven como un lugar misterioso e insondable, propicio para las
drogas, el delito, la prostitución, las madres solteras, la ignorancia y la
enfermedad mental.
Para los blancos étnicos de Brooklyn, el gueto cercano es una
realidad opaca y malvada de la que hay que huir, una selva infestada de
animales de piel oscura cuya sexualidad salvaje y familias rotas desafían todas
las ideas de conducta civilizada.
Los informes periodísticos y las teorías (pseudo) académicas
que han proliferado en procura de explicar el presunto surgimiento de una así
llamada infra clase en medio del gueto no hicieron más que acelerar la
demonización del (sub) proletariado negro urbano, al apartarlo simbólicamente
de la clase obrera “meritoria” y oscurecer –y con ello legitimar retrospectivamente-
las políticas estatales de abandono urbano y contención punitiva responsables
de su deslizamiento descendente.
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